Estaba terminando de beberme el agua de mi último florero sin romper cuando surgió la idea entre el berenjenal. Intentaba abrirse paso con el ingenio de un susurro que está a punto de pronunciarse. El agua iba camelándose a mi esófago con todas las artimañas del mejor tinto. Por fin podía mirar de frente todas aquellas berenjenas; un bosque que llevaba cultivando (mitad consciente, mitad inconsciente) desde que alguien me arrancó de mi raíz. La altura de las ramas y la frondosidad habían aumentado tanto que apenas dejaban ver el fondo de la cuestión: un barrizal de dolor mezclado con fluidos originales, ganas de comer y la necesidad de salir. La idea seguía su curso. El vino también. Y desde mi sitio -bien plantado- entendí que era hora de ponerme a parir. Una autocrítica con el atuendo de un comadrón. Y de fondo una salida posible: trazar un mapa una vez entendida la radiografía de aquel interior tan externo. Del techo surgió una liana y de la liana brotó un sueño asidero al
Por Dani Seseña