Han pasado 10 años desde el accidente. Digamos que en general no arrastro secuelas. Pero en lo local, por dentro, llevo conmigo todo un serial de fallos de sistema que me impide ser alguien normal. Por ejemplo, cada año cambio, mudo o me transformo, como cada temporada en una serie de ficción. Añado personajes. Después -hablando en términos televisivos- mato a unos y me engancho a otros, en función de la audiencia que hay en mi organismo. No duermo, engaño a la vigilia. No vivo, actúo. Hago que pienso... Lo hago pensando en los estímulos que provoca el hecho de pensar. ¿Suben los datos de atención en la zona abdominal? Entonces reflexiono. ¿Que siento flojera? Cierro párpados y me anulo. Aparco la actividad cerebral.
Pero en general, soy uno más. Cumplo con la vida, con mi trabajo, con mis amigos, con mi novia, con mis padres, con mis tíos, con mi jefe, con mis socios. Cumplo con todo, menos con mi guion. No es que me preocupe, pero sí me irrita porque en ocasiones, cuando se da una paradoja de esas que te obligan a decidir entre lo importante y lo imprescindible me bloqueo. Y últimamente han crecido tantos momentos así que siento un noqueo permanente. Me muevo entre un extremo y otro, entre decisiones absurdas, bocanadas de despropósitos que me devuelven una imagen (con fondo) de mí que me deja temblando. Soy normal, me digo. Soy normal, reivindico. Pero al final acabo cagándome en las fórmulas de autoayuda que trato de incorporar a mi reflejo.
El día del accidente aprendí dos cosas. Una, que hay más asesinos sueltos que palabras sin decirse. Y dos, que una parte de mí -que escapó a mi control- intentó acabar conmigo. El asesino, fráncamente, me da igual. No depende de mí. Pero el terrorista que habita en mí y que casi me lleva al precipicio, sí me preocupa, porque está aquí dentro. Latente, con el cuchillo entre los dientes, esperando una grieta por la que colar sus ideas destructivas; que muere por acabar con todo lo que implique construir, hacer las paces, reconciliar, reconocer que hay espacio para todos. Es un auténtico cabrón. Como "Judas, el Miserable". Aún me viene de vez en cuando el olor del accidente. El sonido del asombro de los testigos. El ruido del silencio de las personas enmudecidas. La distorisión que provoca el desequilibrio de un hecho descontrolado.
Normal o no, herido o recuperado, vivo o muerto, dialogante o callado... No sé quién soy, aunque me veo en el espejo. Me intuyo, pero me alejo. Sé quién creo ser, sé que quiero ser. Quiero creer que de aquí a allá hay una distancia asumible. Las palabras se pegan con la certeza de que es así. Pero en este escenario, donde no falta nadie, todos cuentan: palabras, deseos, frustraciones, complejos, tiranteces, personajes que empujan o personajes que arrastran al retroceso, cabrones, razonables, dialogantes, dictadores, lógicos, absurdos, lectores de la "entrelínea", observadores de las pausas, amantes de la pesadilla, críticos del sueño... Anoche me caí de la silla coja y reaccioné a tiempo.
Vivo entre golpes. Vivo de los golpes. Soy un actor de reparto que mira a los ojos a la cámara que no sonríe. Intento ser vivo, tanto como visto. Intento guiñar un ojo, pero no encuentro complicidad. Soy socio de una muerte en vida que no me corresponde, pero que no me queda otra que asumir. Ayer hablé con alguien que un día sintió lo que ahora yo confirmo: soy un perfil, la coartada de alguien que está deseando echarme las culpas. El plano mudo que no dice nada, sólo cuando proyección y actor deciden coincidir en la misma secuencia.
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