Anda por ahí con un dedo metido en el ojo que no es suyo, sino del otro. Lo lleva como puede, pero dice que lo prefiere a ir con el índice del mismo metido en recto. Y eso que el otro es un tocapelotas. Así que Raimundo camina y tira del lado más positivo de las cosas; porque asume que siempre va a haber una extremidad ajena dispuesta a pinchar donde más duele o molesta. Lo sabe porque durante algún tiempo él mismo ejerció de capullo, antes de que el insomnio terminara por hundirle en una pesadilla de día con final infeliz de noche. A veces, sólo a veces, se pregunta por qué, él es más de cuándo y hasta dónde.
En una ocasión se encontró con un expatriado que le llevó a hacerse preguntas imprudentes y empezó a dudar hasta la extenuación. Entonces designó una de sus dos pupilas, la derecha, como motor selector de respuestas en ojo ajeno. Una pregunta llevó a otra, una respuesta condujo a otras tantas y al final del día terminó con el dedo meñique del expatriado incrustado en la garganta. Pero pronto salió del paso y aprendió a tragar igualmente. La batería de respuestas, por su parte, seguía su curso. Raimundo aprendía despacio, pero firme.
Al finalizar un día cualquiera entró en una tienda que sólo abre una vez cada dos años bisiestos y vende productos que no sirven para nada, pero que consiguen resultados garantizados. Pedro el propietario le abrió la puerta y le ofreció una respuesta que no valía para nada, pero mucho para Raimundo. Porque la virtud de los productos de la tienda estaba en que, una vez pagados, adquirían sentido expreso. La respuesta maduró en su piso y desbloqueó algunas dudas de peso. Aquella noche durmió a gusto y sin molestia en el ojo. Por la mañana, después de asomarse al reflejo del espejo, se dio cuenta de que tenía inflamado el sentido de culpa. ¡Por fin! Exclamó. Después se lavó la cara y desayunó tranquilamente con sus impresiones desbloqueadas y con la ausencia de los molestos dedos acusadores.
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