Se puso una pistola bajo la mandíbula. Hizo todo el daño que pudo. Alteró los niveles al máximo. Se expuso. Se escondió. Cayó. Terminó empezando y empezó por terminar. Leyó la cartilla, con las botas puestas, cogió su fusil y aspiró la última hache que le quedaba. Se insultó, se abrazó, se escupió, soñó con ácido, despertó y regresó al momento de nacer antes de darse un baño caliente. ¿Y qué pasó? Que abandonó el puto sentimiento de culpa.
Una ribera, una cepa y la última copa en el peor garito del barrio lumpen le devolvieron a su ilusión. La prohibida. Decidió vivir, con sus mierdas, pero vivir. ¡Qué cojones! Clamó. ¿Por qué tengo que perecer por no parecer lo que ella quiso que aparentara ser? Y quién es ella, se preguntó. Pues ella no es nadie habiéndolo sido todo; pero un todo que no fue porque no quiso estar. Y realmente ELLA no está aquí, sino en Nueva York. Y por qué. Porque la gran manzana, lejos de cantar en tono bíblico, tiene una tonalidad real disfrazada de ficción. Allí se construye la viñeta que siempre quiso dibujar, la película que siempre quiso rodar, la música que siempre sonó en los walkman de su hermano, el musical que nunca vio y la tienda de los horrores que germinó tras el espacio.
Nueva York es parte. Y a ella... LE encontró en la calle. La espera, pacíficamente, sin prisas ni guerras absurdas. Espera porque sabe que llegará. No es que no quiera ir, es que hace falta un escenario sin apuntador. Un tablao tan flamenco como el ritmo que los descubrió en aquella puerta mirando a las américas. Pasa de dudarlo más. Si ellos, los caballeros de la tabla cuadrada, doblaron a los de la mesa redonda, ella y él tienen la vida por delante y a la culpabilidad en proceso de decadencia.
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