Entramos en Barrena para la entrevista. Rubén me contó que las últimas palabras que escuchó de ella, antes de que pusiera océano y montañas de por medio, fueron: Sal de dudas. El bar estaba lleno, pero se podía respirar. Las fotos naíf de las paredes y el cóctel de límites marcaban el ritmo y equilibrio entre ideas y palabras. Tardó en entender sus palabras. Sal de dudas. Pero en un tiempo razonable comprendió y entonces sazonó sus mejores recetas con la duda sobre sí mismo ante la muralla del océano impuesto.
Aquel día yo quería invertir los papeles y terminé por financiar una idea que Rubén no terminaba de verbalizar. Una inquietud más bien. No me molestaba, una entrevista es una entrevista. Lo curioso es que a veces yo no sabía dónde empezaban las respuestas y dónde terminaban las preguntas... Incluso muchas respuestas eran verdaderas cuestiones, y cantidad de éstas adoptaban el papel de contestación. Y sumando enteros diré que en más de un momento Rubén pensó que él era yo y yo me convertía en Rubén. Ella, de fondo, pero a miles de kilómetros de distancia y en pleno glaciar emocional seguía (lo sabíamos) el diálogo en tiempo irreal.
Nos pedimos el especial de la casa: Colmenillas del Cómo a la sal de dudas. La sal procedía del extremo oriental de lo alto del Monte Sicilia; los hongos fueron extraídos de una decisión por tomar. La entrevista aumentaba su contenido. Rubén necesitaba conectar los sentimientos que ella le despertó (a lo bestia) con el sabor de la incertidumbre en que se había embarcado. Le pregunté sobre su punto de apoyo a la hora de huir. Me contestó que nunca huía de nada, pero sí que corría sin parar. Tenía la teoría de que había pasado demasiados años asentado sobre el talón y que para conectar realidades necesitaba cambiar de postura, erguirse e inclinarse al mismo tiempo, pero hacia adelante. Porque en más de una secuencia había pensado que tiraba hacia adelante, cuando en el fondo la línea del cuerpo empujaba para atrás...
Y mienstras él teorizaba yo practicaba, recordaba todas las veces que he salido corriendo hacia atrás... Sus palabras empezaban a pesarme. Rubén se dio cuenta y giró el micro hacia mí, pero lo rechacé y me emplacé a una entrevista conmigo mismo más adelante. No, es tu momento, contesté. Ambos sabíamos de qué iba la película. De hecho, todos los que aquel día entramos en Barrena, sabíamos de qué iba la película. Un largometraje sin estructura ni nudos ordenados, con desenlaces entrelazados y planteamientos germinados pero sin fecha para descapullar. Una historia, al fin y al cabo, libre de influencias teóricas porque todas han sido destruidas...
Nos despedimos de madrugada, a la hora de los perdedores de medio pelo. Esa en la que se cruzan los que llegan con los que salen; cruce que te obliga a posicionarte en un bando o en otro, y que termina por confundirte más aún de lo que estás. Lo mío es una mezcla entre vengo y voy... pero nunca "vuelvo"; por mucho que mi médico "el antenista" se empeñe en lo recomendable de volver de vez en cuando. Eso se lo dejo a otro personaje que un día despuntará: Javier J. Ruiz, el anacrónico forense. Nos despedimos de madrugada y dedidimos que lo destruído bien destruido está, porque logramos separar de los escombros lo peyorativo de 'destruír' para vincularlo a la película por construir (esa que nunca nadie nos explicó que llegaría en este momento de la vida... de la madrugada).
Ya hablaremos. Y quedamos en vernos después de la tempestad para reservar un cinefórum sobre nuestras películas rodantes.
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