Un plano de The Black List |
Aún así me he subido a la barca. He llenado la caja con cebo vivo, hilo, intenciones, certezas y un plan b que nunca pensé subiría a mi embarcación. He llegado a la lejanía de la costa. Estoy en aguas firmes. Hacen que me sienta como el que es consciente de que puede hundirse o entender la superficie por la que navega. Como el que puede vivir, sobrevivir, morir en vida o confirmar una muerte perenne. Estoy ante el fondo. Ese que hace temer y desear por partes iguales. Pero también tengo delante unas hojas llenas de sentidos. Tomos rellenos. Libros con brasa y sangre. Palabras y venas. Textos de espacios. Interlineados que aspiran a ser parte. Estoy.
Lanzo el cebo, que soy yo en parte. Pronto pican. Tiro del hilo y llego a un pez que llega a mí. La seda se parte de risa y se divide en dos. El pez cae sobre la madera. Yo termino en el agua. La barca se aleja con ese pez que soy en parte. No puedo hacer nada. Nadar no es una opción. Buceo y respiro. El agua llena mis sueños y cuando noto que me ahogo, empiezo a respirar. La habitación en paz con sus límites ha crecido, como quiso Boris Vian. Cuando llego a puerto, desde el fondo, nadie me recibe, pero consigo auparme y seguir fondeando por la superficie. Ahora vuelvo a contar, pero no hasta 7. Cuento para mí. Ya sé por qué. Sólo tengo que entrar en ese piso lleno de pantallas que cuentan tantas cosas que de vez en cuando se apagan para tirarse al agua y sentirse cebo; ajustarse a un anzuelo que se sabe dónde se forja pero no donde se rinde.
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