Fernando Bellver |
Cuando terminó la entrevista. Letra y acento siguieron sendas sinopsis, con las que partían. Pasaron los días. Algún mes que otro. Alguien, en algún punto deslocalizado, abrió un libro que llevaba tiempo almacenado en un cajón. Antes le pasó un paño. No quiso empezar por el principio, sino por donde le dio la gana y entonces una historia comenzó a contar. Hablaba de un sentido que quiso ser doble y para conseguirlo tuvo que hallar su auténtico significado. Se lo dio una mayúscula que buscaba un nuevo libro, una nueva historia más acorde a su fondo. Agradecido dicho sentido, le dedicó una canción que llevaba a un texto. Ella, aceptó la invitación y comenzó a leer entre líneas. En otra página, una nota abandonada encontró su lugar gracias a un acento melancólico. Agradecida, le invitó a visitar un epílogo secreto.
El lector que había abierto el libro, entusiasmado por la vida inesperada de esta historia, decidió enlazar cada coma con el momento. Y en el vínculo que creó, mayúscula y acento se reencontraron. Pero no fue casualidad. Más o menos, sin querer, ambos en sus tiempos verbales se habían buscado con sutileza, sin forzar -con un dulce toque de subconsciencia- sin tirar demasiado de las costuras virtuales de las tapas. Se saludaron y comenzaron a preguntarse mutuamente, pero más allá de entrevistas con formatos ajenos. El lector, consciente de la emancipación de sus personajes, del hallazgo, dejó el libro abierto. Con la distancia debida se dio cuenta de que llevaba toda su vida leyendo en una misma dirección y por tanto perdíendose muchas historias. Así que se preguntó el porqué. Y una respuesta que pasaba por el prólogo le invitó a dejarse de epílogos para independizarse de los finales.
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