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Las ideas saltaron por los aires. Llevaba tiempo cebando una bomba de relojería en su cabeza. Ocurrió una noche de junio, cerca del solsticio. Se había acostado con la convicción de que no pegaría ojo y fue el ojo derecho quien le pegó a él. El interior del párpado estaba tatuado con muchos asuntos pendientes.
En un momento dado, sin saber cómo, se durmió. Entonces volvió a ocurrir. Su ‘bocadillo’ (ese que sirve para poner palabras en las viñetas) estalló. Literal. Como sucede con una tubería cuando revienta, el caudal de imaginación y textos escritos en mente, paralelos a lo dicho, era imparable y abundante. El Sr. Dado, su vecino, le encontró en el suelo, en un charco de palabras, ocurrencias, expresiones, anotaciones, genialidades, puntos y giros.
Ya en la unidad de cuidados cognitivos la doctora Quicio se encargó de su “Coma empírico”. Un término que ella acuñó por ser el segundo que sufría Pol en dos meses. Tenía sentido. Ambos provocados por idéntica causa, un enfrentamiento directo con los textos guardados en la cara B de sus párpados. Se hizo el ciego durante demasiado tiempo. Y los textos eran incómodos, hablaban de romper mitos y entender que todo -en parte- era mentira.
Ahora estaba despertando del coma, un coma empírico con diagnóstico reservado. Una pausa entre dos tiempos; el de hacerse el ciego, el sordo, el sueco, el loco, etc., y el de dejar de hacerlo para asumir que tras el bruto siempre hay un neto con intereses propios e impuestos ajenos. “Despertar lleva su tiempo”, comenta Quicio a un paciente que siente curiosidad. Pol tenía buen oído.
Cuando abrió los ojos se encontró con un lapsus y unos viejos cordones ajenos a todo calzado. Todo estaba en su cabeza, la idea, la horma, el suelo e incluso la pisada. Quicio firmó el seguimiento de su rehabilitación. Pol lo agradeció. Y Dado se encargó de la cena; a la que, por cierto, puso nombre, Entre tiempos el vino. A aquella mesa no le faltó nada.
Desde el primer descorche, Pol ya tenía los ojos abiertos de par en par. Quicio y Dado estaban con él. El vino se había elegido a sí mismo. Las palabras cuadraban con las ideas en común. Había mucha articulación que rearticular, mucho que leer y tanto por hacer.
Y de fondo sonaba una canción: Sin comas, que cuenta la historia de una letra que -sin sangre- pierde su palabra y se encuentra con la frase que la pronunció. Ésta le intenta hacer entender que como letra no puede aspirar a ser ni sílaba. Pero recupera su palabra y decide ser expresión. Al final (en continuidad) termina componiendo un concepto.
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