Lo había experimentado en sus carnes pero sólo durante un día o dos. También lo conocía por los testimonios de los demás, amigos, conocidos y enemigos. Pero ahora era diferente... Llevaba dos semanas de bajón (o más), hundido en la mierda, dando importancia a todo sin tener en cuenta nada. La risa había desaparecido del panorama interior, la muerte cobraba vida, el abandono era un hecho, las puñaladas daban forma a la incesante lluvia de aquellos días, a pleno sol.
Ahora entendía aquello de no levantar cabeza, porque nada le pesaba tanto como ésta. Las piernas se habían convertido en dos pedruscos con poco ánimo y menos gracia. Nunca había pesado tanto estando tan delgado. Y lo peor es que estaba tan obturado que no podía ni pensar en el porqué de su depresivo estado. No se trataba de desear desaparecer del mapa. Sencillamente estaba hundido y sin ganas de hacer esfuerzos por estar mejor. Aquello era diferente... No tenía nada que ver con ningún estado de ánimo conocido.
Años después lo recuerda con amargura. La huella de una herida latente se manifestó con fuerza y amplió su influencia. No fue una depresión. No fue un cabreo. No fue agotamiento. No fue un disgusto. Fue un removimiento de tierras internas provocado por su propio deseo de estabilizarlos para siempre. No me lo cuenta él, sino su hijo, que al parecer tiene ganas de hablar de él mismo para olvidarse de él mismo. Pero esto sí me lo dice su padre, que es parte esencial en la historia de este blog.
Comentarios