Dudé en cogerlo, pero lo hice. Alguien se dejó un teléfono con una conversación activa en una sala de espera cualquiera. Era última hora de la tarde (esa que nunca termina) y aquella mañana decidí romper las reglas. En el diálogo abierto una tal Mira sugería que tenían que verse, pero por alguna razón, el interlocutor se había fugado sin contestar (o estaba fuera de cobertura en ese momento). Asumiento mi nuevo rol, libre de normas morales, decidí seguir con la conversación.
Le dije que sí, que teníamos que vernos. Te leo extraño, contestó. Eso es porque sigo esperando, reaccioné. Tras unos segundos de duda, siguió escribiendo. Hablaba de contradicciones, de hundimiento de esquemas, de suelos temblorosos, de dudas, de llantos por venir y risas necesarias. Decía que quería sin querer y que eso la sacaba de órbita, pero no podía renunciar. Yo asentía, animaba y preguntaba porqués, cómos y cuándos. Ella lloraba, callaba y encallaba, y después se levantaba una y otra vez.
La espera no cesaba. Pero a mí siempre me gustó esperar. Mientras tanto, seguía leyendo sus palabras, sus motivos, sus reflexiones... Y yo pensaba en contraindicaciones. La batería empezaba a mermar. Estaba al 10%, pero Mira, tenía mucho que contar. ¿Serían siempre así sus diálogos? ¿Quién era la persona fugada, cómo sería? La curiosidad me llevó a caminar por el móvil. En las fotos había mucha gente, fiestas, palabras sueltas captadas en recortes de prensa, desenfoques, esquinas urbanas e ideas sin asidero tangible.
¿Qué te pasa? Me preguntó. Y algo ocurrió con la pregunta. Me partió en dos y entonces dejé de esperar. A mi nuevo rol sin moral, se unió un yo sin paciencia... harto de sí mismo como paciente. Entonces empecé a hablar. Y cuando quise darme cuenta la batería había convertido aquello en un monólogo. Enchufé mi cable de alimentación, pero la tecnología me pedía una clave que no supe encontrar. Desesperado por aquel aislamiento irrumpí en la consulta del antenista. Con él había un tipo que bien podría ser el dueño del móvil.
En efecto, era él. Le supliqué que me diera la clave. El antenista, violento, me pedía que me fuera. Y el interlocutor fugado, con cara de tranquimazín gritó entre carcajadas: ¡Mira76! Agradecido le di mi teléfono. Recuperé el diálogo y el aliento y seguí hablando con ella. Ha pasado un mes de aquello y seguimos hablando, pero yo no soy yo, sino él. Un él con letra de yo que desea estar con ella fuera de salas de espera, consultas ni antenistas.
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