Porque vivir en un sueño es morir en vida, así que ¡Despierta!
Se lo dijo con dureza, con cariño, con la esperanza de verle
reaccionar. Pero Mario estaba capturado de párpados para adentro,
secuestrado por una vida que no era la suya. Como el yonqui que
incondicional se entrega a su heroína o el bebé que inconsciente no ve
más allá del todopoderoso pezón materno... Y ninguno de los dos quiere
salir de su cuento, porque sólo en éste encuentran el consuelo de la
placentera y letal mirada protectora.
Al final (o en medio) Mario despertó.
Abrió los ojos. La luz le cegaba y sentía frío a pesar de los 35 grados a
la sombra del madrileño julio. Perdido, avanzaba en su retroceso a la
vez que retrocedía en sus avances, siempre buscando lo paradójico de sí mismo. Lo primero que hizo fue mirarse al espejo, pero no asomándose a su rostro sino enfrentándose al margen trasero del reflejo. Ahí encontró
un breve consuelo con forma de cepillo de dientes y las llaves de su casa que abrían un espacio desconocido por él.
Se agarró con fuerza a lo tangible para no despegar los pies de la tierra. Había despertado sin su eterna compañera hasta ese momento, la culpabilidad. Ausencia total. Miró en cada hueco, bajo la cama, sobre la mesa, entre libros, dentro de sus DVDs, en la nevera o en el lado oscuro del descansillo. Pero no estaba. Ahí sólo estaban él y su virginal vigilia. La luz le molestaba. Así que empezó a disfrutar del dolor que significa estar vivo; como cuando Superman tras dejar de serlo y recibir la paliza de un tipo desagradable se mira a la mano ensangrentada y sonríe al sentirse humano por fin. La vida duele, se dice a sí mismo... No Superman, sino Mario.
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