Se acercó a cada paso, habló con costaleros, devotos y con una virgen consensuada. Sintió la emoción, esnifó todo el incienso que demandaba su intención, creó un círculo vicioso tras un sueño y después salió del paso. Pensó. Dejó de pensar. Sintió. Cayó al suelo y se comió una piedra que intentaba ser menos dura. Se levantó y entendió lo que pasaba: Había estado en todas las procesiones, pero no había encontrado la suya, porque la suya va por dentro. Y a esa no hay Dios ni pasión que la saque a las calles.
Construyó un arca unipersonal para recorrer la procesión que va por dentro. Hizo las maletas con lo justo sin restar valor a lo puesto. Es más, nunca lo puesto había tenido tanto valor para él, como el de la pasión por meterse por esos lugares y afluentes interiores que no sabía muy bien dónde iban a desembocar. Al principio iba muerto de miedo, porque se movía entre temperaturas que no conocía; más allá del frío y del calor. El miedo pasó a ser pánico por los tenebrosos ruidos que provocaban las corrientes al chocar con los músculos y las entrañas. Y ahí nadie cantaba ni jadeaba... Sólo él podía tatarear alguna melodía de refugio. Pero el terror bloqueaba la opción.
Después de perder el conocimiento durante un rato, lo recuperó, lo metió en el bolsillo y le salió por la culata. Estaba tumbado en una cueva, había naufragado, aunque seguía a bordo de la procesión. El miedo había desaparecido. Era otra sensación. La sensación de ser consciente de que viajaba por su propio interior y que contaba con un botón rojo para iniciar el camino de retorno. Lejos de usarlo, siguió. Tenía que llegar hasta el final del paso. Decidió parar por un momento en un campo base improvisado para reciclar aire, sentir lo vivido en aquella habitación y revisar la defensa de sus mecanismos.
Pasaron dos semanas, tres de ellas santas; un verano, la repetición del mismo; tres errores cometidos (más uno por cometer); dos vertientes sin arrojo; un par de ofrendas sin más; un caballito de mar macho, preñado de planes por hacer; un devoto desertor; y una herida que ha decidido aceptarse y convertir la cicatriz en escarificación... Y llegó al final, a la desembocadura de la cumbre. Dulcemente dolorido por lo aprendido, por lo aceptado, agotado, rendido y orgulloso, emocionado, se regaló una sonrisa de satisfacción...
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