Las cosas no pasan y ya. Las cosas pasan, ramifican, enraizan con sus consecuencias; los sentimientos y las sensaciones son testigos (directos y participativos en el hecho). Aquel día tan surrealista pasó de todo. Una mirada, un canapé, una canción, un periódico (su titular), una frase acertada, una pregunta propia de la apropiación debida, el grifo, una mañana sin su tarde emancipada de la noche, una lista abierta y viva de cosas por hacer, una H con su D, una puerta sin abrir, un desfile de lugares, un salto de nivel en pleno desierto, dudas y la certeza de que todo... encaja.
Después, las cosas que pasan necesitan que se hable de ellas. También requieren atención; llegar al espacio común. Comprobar que ese todo encaja. E incluso, que el verbo encajar cabe en sí mismo. Hablar, hablar, hablar. Y no por hablar; hay mucho que decir. A cada idea, mínimo, le corresponde un diálogo. A cada sentimiento, lo mismo. Aquel día fue surrealista, pero tan real como el surrealismo mismo. Aquel día me levanté para abrir la puerta y no cerrarla más. Aquel surrealismo me dio tal hostia de realismo que no hay precinto que eche el cierre. Afortunadamente, ante el frío siempre hay un cortavientos que lo calme; y submarinos amarillos helados contra el calor. Para la locura del entretiempo existe la cordura de su temperatura.
Cada día vienen nuevas remesas de cosas que pasaron y que no se hablaron. O que sí, pero que luchan por gritar, piden materializarse, cumplirse, superarse, atravesar, lograrlo... Tras el párpado pasan más cosas, pasan por delante, pasan desapercibidas o pasan de ti, pero pasan. Nunca dejan de pasar. Aquel día las tres fueron las nueve; las ocho, las dos; las diez restó cinco; las cuatro se rebeló contra sus cuartos... Aquel día lo cambió todo. Las cosas se hablaron. Una mirada tan ausente como inocente arropó la duda de la decisión. Las cosas no pasan y ya, buscan su propia sutura y el hilo rojo conductor que amarre el sentido en el puerto correspondiente; al que no le importa la ruta de no retorno.
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