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Foto de Spinnerweb (Instagram) |
Me gusta la sensación de suela desgastada. Sentir las tomaduras de pelo del suelo; la abrasión de los pasos dados y no dados; el frío de una pisada firme; el calor de algunas huellas inevitables. Crucé la línea por algo, no para quedarme en la pausa eterna. Si me duele es porque puedo tolerar el aguijonazo de las cosas que pasan. Lo que no pasa, ni te roza, y eso ya no me interesa... que pase. En una de las ideas que recuperé en medio del trayecto hacia la línea descubrí unos apuntes que no apunté y que decían mucho y contaban más. Hablaban de una ruta empezada en su día por partes. Lo mejor es que, a pesar de lo que parecía, nunca la había abandonado, había continuado su construcción por terrenos y áreas diferentes. No tenía la estructura de un camino convencional. De hecho empezaba en asfalto y seguía por terreno arenoso entre árboles (de hoja escrita a doble cara); pero también por charcos (a fondo perdido) o pistas antideslizantes de patinaje acrílico.
Aquí, tras la línea se ve una vida de fallos acertados y de aciertos erráticos; y un horizonte incierto, que no confuso. Lo digo desde una mesa en un lugar que huele a madera y a prensa de ayer. Es una especie de palco que da al mejor de los escenarios, la calle. Pasan dos que piensan que son uno y se tropiezan con otra. Se para alguien a mirarse en el reflejo del local, ignorando que estoy observando cada gesto; y de pronto me doy cuenta de que el reflejo está al otro lado y quien se mira soy yo. Me asombro en parte, pero por otra me reconozco, lo reconozco. La calle me devuelve a mi sitio y continúo pintando los callejones de una travesía que se ensancha a marchas nada forzadas. Es lo que hay.
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