
Reconocí al tuerto por la calle, al día siguiente. Volvió a mirarme, pero esta vez con la cuenca sin ojo. Me mandó un guiño y casi se cae. Me alcanzó de lleno con una frase profunda, pero no me tumbó. Al contrario, me elevó hasta el término medio. Ese lugar que siempre pasa de mí y que yo siempre paso por alto. Subí por la escalera de faroles que rodea la tienda de discos. Los ases me los había dejado en la manga de otra camisa; cerca de los dados trucados. Seguí a mi ritmo, el nuevo. Le di una patada al balón de oxígeno y tiré el paraguas errante.
La música sonaba diferente, por más canales, con más matices, más viento, más percusión y notas de las que retan tanto como suenan. Me agaché para reconocer el terreno y me reconocí a mí mismo.
La música sonaba diferente, por más canales, con más matices, más viento, más percusión y notas de las que retan tanto como suenan. Me agaché para reconocer el terreno y me reconocí a mí mismo.
No estaba feliz, pero sí muy alejado de la infelicidad. Aquella noche el tuerto vino a verme. Entonces me di cuenta de que el que había estado toda la vida mirando a medias había sido yo. Primero, porque el tuerto era Anselmo Farola, mi vecino (puerta con puerta) y no me había dado cuenta hasta hace un rato; y segundo porque hay cosas que de pronto se saben (eso sí, después de años pidiendo -quizá a media consciencia- ver, mirar, entrar, estar en ese lado...) y ya está. No voy a decir que he tardado mucho en olvidarme de los ases, porque sencillamente he tardado el tiempo que he necesitado. Y aunque siempre lleve conmigo alguno de los datos trucados, sé que se acabó el juego; empieza una partida nueva sin miradas omnipotentes ajenas y redentoras.
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