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La mirada del tuerto

Anoche me miró un tuerto, al mismo tiempo me crucé con un gato negro al pasar bajo una escalera de color, con mi as de la suerte en la manga y tres dados trucados. Y sin cruzar los dedos. Pensé en dejarlo todo y agarrarme a la  parte más reconstruida... por mi parte. Tropecé, me caí, le di un beso tierno al suelo. Mis mentiras autoinmunes me sugirieron que no me levantara en un rato; querían que sintiera la textura del asfalto. Accedí y escuché a la superficie pisoteada. Me dijo cuatro cosas y yo contesté que no. Pero antes de levantarme, lo pensé mejor y amplié mi respuesta, le dije que el beso había sido sincero; había sido un beso de despedida. Mi último tropiezo en el mundo de los escondidos. 

Reconocí al tuerto por la calle, al día siguiente. Volvió a mirarme, pero esta vez con la cuenca sin ojo. Me mandó un guiño y casi se cae. Me alcanzó de lleno con una frase profunda, pero no me tumbó. Al contrario, me elevó hasta el término medio. Ese lugar que siempre pasa de mí y que yo siempre paso por alto. Subí por la escalera de faroles que rodea la tienda de discos. Los ases me los había dejado en la manga de otra camisa; cerca de los dados trucados. Seguí a mi ritmo, el nuevo. Le di una patada al balón de oxígeno y tiré el paraguas errante.
La música sonaba diferente, por más canales, con más matices, más viento, más percusión y notas de las que retan tanto como suenan. Me agaché para reconocer el terreno y me reconocí a mí mismo. 

No estaba feliz, pero sí muy alejado de la infelicidad. Aquella noche el tuerto vino a verme.  Entonces me di cuenta de que el que había estado toda la vida mirando a medias había sido yo. Primero, porque el tuerto era Anselmo Farola, mi vecino (puerta con puerta) y no me había dado cuenta hasta hace un rato; y segundo porque hay cosas que de pronto se saben (eso sí, después de años pidiendo -quizá a media consciencia- ver, mirar, entrar, estar en ese lado...) y ya está. No voy a decir que he tardado mucho en olvidarme de los ases, porque sencillamente he tardado el tiempo que he necesitado. Y aunque siempre lleve conmigo alguno de los datos trucados, sé que se acabó el juego; empieza una partida nueva sin miradas omnipotentes ajenas y redentoras. 

        
        

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