Llego cansado (muerto) después de una semana muy intensa. Cuando abro el buzón (el de siempre, el que alberga cartas en sobres de papel y panfletos publicitarios) una voz sale del fondo. Impostada, tenebrosa, pero conciliadora. Me invita a palpar bien el interior del buzón, porque hay mensajes sin leer; correspondencia que no ha sido correspondida. Me quito los guantes y meto la mano hasta el fondo. Descubro una compuerta que jamás había visto. Apenas llevo unos meses en mi piso, es viejo y paso poco tiempo en él. Y francamente, hace mucho que he abandonado la costumbre de abrir el buzón. Desconocía la existencia de esa entrada profunda.
Como si me poseyera el mismo Inspector Gadget, alargo el brazo hasta una distancia que jamás habría alcanzado sin no es por esa intriga que tanto estira. Abro la puertecilla y paso. No sé cómo, pero logro entrar; seguramente me he convertido para la transición en agua (my friend). Entonces salgo de mí... "para volver en sí", sugiere la voz. Me encuentro en una habitación que curiosamente se parece mucho al dormitorio de Van Gogh, pero en lugar de su cama hay una butaca de patio y ese personaje que siempre muere en las películas. No tiene una cara concreta, sino muchas. Es ese tipo que termina siendo sacrificado por sistema en beneficio de sus amigos de reparto. ¡Una jodienda! Me dice, para después invitarme a sentarme y a un vinito (garnacha de la buena).
Por supuesto, la voz del buzón era suya. Me propone una misión, acabar con los guiones del mundo que lleven implícito un personaje que siempre muere para dar emoción a la supervivencia de los protagonistas. Trato de convencerle de que las cosas funcionan así, que los protagonistas son los que despuntan, pero que no pasa nada por no serlo... Le hablo de los beneficios de las segundas filas. No me lo discute, lo único que quiere es aniquilar su papel. Como el vino está muy rico, decido meterme en su película. Es más fácil empatizar con los taninos graduados trabajando por dentro. El personaje no tiene nombre, pero decido bautizarlo como Martín, por no llamarle mártir, que puede sonar irónico y por tanto ofenderle después... Y claro, me da que sin su ayuda no podría volver al otro lado del buzón.
Martín no tiene infancia, no tenía nombre y no tendrá futuro. Lo sigo intentando, pero ni soy una ONG ni psicólogo ni mucho menos un maestro en el difícil arte de la persuasión educativa. Martín va desesperándose. Su discurso se intensifica, sus puños enseñan el riego de desesperación a través de sus venas, cada vez más marcadas. La impostación de su voz pierde sentido. La mirada se desvanece a medida que le voy apartando de la esperanza. Pero no está dispuesto a rendirse; es el único en su especie que a pesar de morir una y otra vez, siempre termina sobreviviendo en silencio y al otro lado del buzón. Se levanta -aferrándose posiblemente a la última pila de energía que le queda- y me agarra del cuello. Me zarandea y me acompaña hasta su trama. Me lanza a un vacío muy frío, y caigo en manos de un grupo de protagonistas que caminan a la ventura en mitad de un sendero peligroso. De pronto, me aplasta una bomba y me mata, como manda el papel. Ellos continúan y rubrican un final feliz.
Desde el otro lado, veo cómo ellos, los buenos vivos, me rinden tributo. Desde el buzón, afónico, trato de gritarle a la portera para que me eche una mano y me devuelva a mi sitio, pero nadie me oye. Martín no me habla y está en otra película. Me temo que tendré que inventarme un guion para salir de ésta. La voz se me está impostando y llenando de tenebrosidad.
Comentarios
Fantástico relato una vez más.
Me pregunto qué será de los extras a los que se ve fuzgamente por estas grandes ‘películas’. O seré yo, que en ocasiones veo extras :))
Qué bien que has vuelto!
Vamos por partes,como diriá Yack el destripador,desaparecer como secundario es un placer en si mismo y hacerlo en cualquier buzón ahí calentito es olvidar,un mero recuerdo un alivio,ésa es la verdadera actuación,quedas libre en un buzón sin querer.