
Siembre la tengo en cuenta para todo. Le cedo el paso, chocamos las manos, contrastamos, peleamos, compartimos reflejos y siempre terminamos fundidos en la oscuridad de los sueños que no tenemos. Pero Chuménez, que es perro viejo en esto de la desconfianza por defecto, me invitó a practicarlo con mis propios pasos. ¡No te fíes ni de tu sombra! Pensé que no era más que un tópico, vertido por la típica necesidad de un letrado de retorcer el camino más recto. No le hice caso y ahora, como decía, intento entender.
Será porque debo de ser de los pocos que se para a escuchar a su propia sombra, a invitarle a adelantarme incluso; a dejarle que me haga eso... sombra. Compañera de viaje, fiel reflejo claroscuro de mí mismo, cómo no voy a tenerla en cuenta. Chuménez, que no se mueve del sillón de plástico (roto y parcheado), imitación piel que ocupa la esquina de la habitación del hospital, me mira con preocupación. Pero no puede evitar, al mismo tiempo, lucir ese gesto clásico del que se sabe en posesión de la razón, del que ha acertado en su predicción. ¡Te lo advertí! Tienes que ignorarla o te matará.
De pronto, se me ocurre observar el talón de mi amigo el fiscal y descubro un movimiento extraño. A través de un resquicio (entre Aquiles y una tortuga imaginaria) empieza a engullir mi propia sombra, a golpe de cuantos. Chuménez se da cuenta de mi sorpresa, mira con ternura mi cara de terror. Entonces, sin abandonar su paradójica preocupación por mí, sentencia: No te la estoy robando, yo soy tu sombra, te dije que no te fiaras ni de mí. Estoy perdido.
PD.: En la imagen: el despacho de Chuménez en un día nublado.
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Pipa Pleitos (antes zapateta)