"Aquí no ha pasado nada", dijo el propietario de la Taberna
Imposible. Minutos antes dos hombres sin motivos, que no desmotivados,
habían roto su palabra. Cinco letras que no tenían culpa de nada, más
allá de su formación. Se ensañaron sin contemplaciones con ella. Un corte por la
mitad, una patada en todo su acento, aplastamiento en su agudeza
vertebral, puñetazos al núcleo del diptongo... Y así, agresión tras
agresión hasta dejarla rota, moribunda, despedazada y despojada de su
sentido. Apartada de su lugar, expulsada del espacio en blanco.
Automat (Edward Hopper, 1927) |
Ejecutada la pena, nadie quiso hablar, salvo el propietario...
Que lo hizo para callar y hacer callar. Sin embargo, en la escena había
un tipo ciego, ciego de alcohol y mudo, mudo porque alguien, horas
antes, le quitó la palabra en una reunión. No había visto nada obviamente, y deseaba articular
argumento. No tenía miedo de los tipos aquellos. Sólo temía perder
palabras no dichas. Su depósito de letras. Se expresó, vomitó la sensación de injusticia y trató de rescatar la palabra muerta. Apenas podía con el hartazgo sobre sí mismo. Sin embargo, como ocurre cuando se verbaliza una idea por primera vez, dio igual el cansancio, porque parió el sentido que minutos antes se desangró en el piso de la taberna Imposible.
Los asesinos, impotentes ante el poder de la palabra, sacaron un machete venido abajo y se cortaron la lengua; el tabernero, por su parte, ni un pelo... O sea, también la lengua. Silencio, sangre y nuevos sentidos empezaron a pedir un hueco en la barra. Un brindis cómplice y el deseo de unir puntos en suspenso cambiaron el tono de la luz y el punto de la música. La fiesta no ha hecho más que empezar.
Comentarios
Ese 'o sea' no acaba de encajarme. En un texto así, es una locución descontextual. Mejor: el tabernero, por su parte, sin cortarse un pelo, también se cortó la suya.
Pido excusas por la intromisión. Te doy mi palabra, no me la rompas.
Tapón.