El mando de la tele apareció en la nevera; el cepillo de dientes, entre las novelas negras; las gafas recién estrenadas, junto a la lista de cosas pendientes y hechos favoritos; su sudadera predilecta, encima de la caja de las promesas (que antes albergó unas llaves de una puerta que nunca se abrió); el sapito congelado, cerca de una frase escrita en una entrada de cine; el mando del coche, entre dos discos de los Who; las zapatillas de colores, detrás de los pimientos verdes tatuados; y el último recuerdo, pegado involuntariamente a un bote en blanco lleno de vacío.
Es el panorama que se encontró Martín al despertar al día siguiente. El día siguiente de la noche que nunca tuvo lugar. Un escenario que él -sin él, pero con parte de sí mismo- diseñó para darse un golpe con la sorpresa de no entenderse (en parte) del todo. Alucinaba con el descoloque, pero no podía evitar partirse de risa, sin fisuras. No tocó nada. Dejó todo fuera de lugar. Quería disfrutar del fenómeno. No recordaba nada. Tenía una laguna que abarcaba desde las once de aquella noche que no tuvo lugar hasta las 13 horas del día posterior a lo no sucedido. Intentaba pensar, reconstruir, pero sabía que era inútil.
Sólo podía encontrar el sentido en una sola dirección: Una gran pantalla ubicada entre la Calle Impersonal con la Avenida de la Precipitación. Así que cerró los ojos, centró la vista en la trama de unos párpados burlones y empezó a ver la película. En el planteamiento aparecía una actitud imprudente con ganas de comerse la pantalla; en el nudo, un desenlace prematuro; y en el desenlace, un principio que siempre empezaba por el final y nunca seguía. Cuando volvió se entendió un poco más. Voluntariamente decidió cambiar de sitio una idea que se había colado entre dos fotos que sólo él podía ver.
Hoy (tras un lapso sin sentido) está escribiendo un texto en el que intenta redefinir el lugar. El suyo y el de los elementos (pronunciados y aparentemente descontextualizados). El texto, de vez en cuando se sale de la pantalla, pero vuelve; y si no, Martín lo atrapa fuera de lugar. Aunque en ocasiones es él quien se va y el texto el que lo recupera. Así está el patio, lleno de butacas y tramas que necesitan corresponderse con sus entradas.
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