Pol es un adulto que decide recuperar algo, y para hacerlo -llevado por la libre asociación de ideas y deseos- abre una caja metálica que guarda en un armario sin puertas y recupera uno de sus cientos de cuadernos Rubio. En él, sabe, escribió una historia más allá de los deberes de verano. Un cuento que imaginó, pero que cerró por miedo a imaginar sin tildes. Entonces tenía 12 años. Toda la vida esperando al momento de reabrir su ficción para conocer su matiz de realidad.
En su cuaderno estaba Lea, que también había crecido. Lea era una analista de silencios y crítica de trucos y magias. Estaba ahí porque Pol la imaginó en un escenario sin acentos donde era muy feliz; un mundo cargado de estímulos sin tilde. Un contexto en el que Lea devoraba letras y exprimía sentidos en busca del énfasis que necesitaba imaginar, crear o diseñar. Una faceta que desarrolló a espaldas de Pol y que le valió para construir su propia necesidad. Y la necesidad -a su vez y paralelamente- le llevó a él a reencontrarse con la idea que imaginó el mundo de Lea.
En el tercer acto, entró un acento en juego, sin marchas forzadas, sino por la puerta principal. Ella, confundida, sintió curiosidad y quiso tildarse. Enfatizó en sí misma y se arriesgó a entrar en la turbulencia de los cambios de sentido. No fue inmediato. Poco a poco y junto a la tinta de Pol, fueron encontrando palabras para lo que sentían y pensaban. Para lo que no podían permitirse y se permitían. Hallaron expresiones más o menos significantes, más o menos significadas y sobre todo significativas.
Pero había un asunto difícil que resolver. ¿Qué hacía ella con el paréntesis con el que convivía? Una pausa, fiel a sus principios, cómplice de sí misma y dispuesta a convertise en continuista si era necesario con tal de no separarse de Lea. La duda se instaló en el cuerpo de texto. Pol, autor de la historia, veía cómo se le escapaba del teclado y quedaba en manos de un acento sincero y Lea, un pesonaje entre dos mundos. Le miraban de reojo esperando un consejo, pero él sabía que no debía intervenir. La historia había trascendido... Así que dejó el cuaderno abierto y en lo alto del tejado.
Al día siguiente subió y el cuaderno había volado. Sintió alivio y descargo de conciencia. Después, abrió otro Rubio, el único en blanco que le quedaba y se puso a escribir con todo tipo de acentuaciones, sin censura. Se tiró a la piscina de su imaginación y al salir, una tilde curiosa le esperaba. Fue un flechazo encuadernado que le llevó a entender el punto de la "i" y el silencio de una "h" que cala. Ahora todo está en el aire.
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