Quería investigar en un nuevo estado de ánimo, pero no encontraba ni el qué ni el cómo, aunque sabía dónde podría surgir. La noche anterior le dio una pista. Un sueño ajeno que se coló en el suyo. Unas palabras en paradero conocido entraron en el almacén de ausentes perdidos para gritar en tono de susurro: "Ya está, ha ocurrido". Era la misma voz que pisaba tierra firme con sandalias fabricadas con un mapa de color malva y rosa, y vino blanco. Sólo tenía que dar los pasos adecuados para llegar a la ribera que une la emoción con el fondo de las cosas que tienen que pasar. En otras palabras, tenía que empezar, de una vez, por el principio. Nada de finales terminados por un nudo condicionado por las sombras de otras vidas.
En ese mismo momento voló hacia el Oeste para recuperar el Norte. No es que lo hubiese perdido; digamos que lo había dejado en depósito, como tantas listas de temas pendientes (del hilo rojo y leal). En la travesía fue abriéndose paso por distintos sentidos. En una dirección se encontró lo contrario, en otra, lo opuesto, y en todas direcciones decidió circular con lo puesto y las contrariedades que hicieran falta. Ese peso, que no carga, iba a enriquecer la fórmula que llevaría hasta el, tan deseado, nuevo estado de ánimo. No le faltaba mucho; como a Tim Robbins en Cadena perpetua (The Shawshank Redemption. Frank Darabont, 1994), desafiando a la ansiedad para cavar el canal (de comunicación) que le llevaría hasta la libertad de sentir lo propio. No era cuestión de tiempo, sino de saber leer la marca de los pasos dados. Todos.
Hizo una parada, sin alto en el camino, para preguntarse si quería pelea. Hizo un camino en lo alto de su intención para hacer el ejercicio de separarse parcialmente la piel de los huesos y agruparse en el nuevo borrador. Ya podía sentir el trazo final. Bebió un trago de sueño destilado y brindó con (y por) el recuerdo de aquella tarde/noche absoluta en la que saltó al vacío sin forma.
Continuó la marcha. Siguió firme. Peleó. Se separó la piel de los huesos. Escupió el agua del grifo mientras se reía en la cara de la pena. Rompió los moldes. Cantó la canción de la flota de los zorros. Volvió al escenario circular. Se hizo el listo para hacer la lista que faltaba. Paró. Reanudó. Aceleró. Frenó. Pensó. Asentó. Gritó. Generalizó en particular. Se ajustó a los parámetros que iban llegando... Estaba cerca. Muy cerca. Y por fin, llegó.
Se bajó del calzado que le había llevado hasta allí. Cerró los ojos para dejarse seducir por la brisa que él mismo había cavado. Torció el gesto y se estiró del todo. "Ya está, ha ocurrido", le volvió a decir la voz, su propia voz. Acababa de concluir la investigación con éxito. Acababa de construir un nuevo Estado para su ánimo. Una preciosa patente con estructura culinaria. No era alegría, no era tristeza, no era euforia ni apatía... Era una sandalia y el paradigma de su entramado. Como suena. Una sandalia individual fabricada con un mapa color malva, una rosa, un vino blando y la foto de un beso al viento con la luz especial de la textura del momento.
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Eva Peperone