Se dio cuenta tarde, pero decidió seguir adelante. Fueron los 100 metros más largos de su carrera al mismo tiempo que incomprensiblemente batía el récord olímpico de velocidad. Hablo de Usain Bolt. Sí, sí, el mismo. El más rápido. Ayer me envió un email y después quedamos para tomarnos un vinito en la taberna del Tío Fausto de Castrunteriza. Nadie, ni los miles de fotógrafos congregados en su día en el estadio olímpico se dieron cuenta... Pero el hombre récord salió a la pista con el pie izquierdo calzado en la zapatilla derecha y viceversa.
De él ha quedado su hazaña para la galería, para la historia, pero me cuenta Usain que lo que pasó por su cabeza durante esos 9,58 segundos es mucho más relevante que haber volado sobre las principales portadas del mundo. Escuchó un diálogo que provenía de las tripas de un rival (sin rumbo) e intervino para contar (desde el estómago) detalles de su dura infancia. No se conocían, pero ambos pusieron sobre la cancha sus aspectos más competitivos y odiosos. De estómago a tripa y con los pies corriendo en direcciones opuestas, se entendían a la perfección. No quiero ser así, pero no puedo dejar de ganar, coincidían en gritar.
Observo, mientras brindamos que mantiene la posición de las zapatillas, cada una apuntando al lado opuesto del dedo pulgar que la gobierna. Me mantengo más relajado así, confiesa. Me conmentó que su entrenador le decía que no hay que forzar las cualidades humanas, porque éstas ya vienen de fábrica; que cuando uno es bueno por aquí, no merece la pena ir por allá. Pero el día que se consagró como el más rápido del planeta, comprendió que en ocasiones merece la pena forzar para modificar lo a priori inamovible. Sobre todo, porque si lo haces -concluye- consigues hacerlo sin forzar, forzando lo justo.
Cuando cerramos el diálogo, me ofrecí a acercarle a su mundo, vale me dijo, te echo una carrera hasta el coche. Y yo, que nunca compito, noté que mi manga estaba por hombro y mi anular hacía de índice... Corrimos y al final, le dejé en su portal.
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