Ayer me comí la cabeza. Hoy la tengo en el estómago. Me cuenta que todo por ahí dentro anda algo revuelto, pero no me da detalles. Intento hacer de vientre para echarle un cable, pero me pide que mejor haga de mí mismo. Mañana no sé que pasará conmigo. Decido quedarme en blanco pero no lo consigo y, como se dice en el argot televisivo, me voy a negro; es decir que me fundo para esperar a que empiece otro espacio.
Al día siguiente arranco. Todo está en su sitio. Todo excepto yo, que no sé dónde coño estoy. Me miro a las manos y no las veo, trato de escuchar mi voz pero sólo me llega el aliento de lo que pienso. Cuento hasta 10, y se me olvida el 9. Ahora es el estómago el que se me sube a la chepa, que no a la cabeza. Y sin saber por dónde ando, él manda sobre las ideas. Empiezo a notarme más entrañable y discontinuo, desde un punto de vista más visceral. Y de pronto me acuerdo de que toca ir a la consulta de la antenista.
Una vez sentado frente a ella activo los cordones de los zapatos de esparto para no salir despedido antes de saludar. Sabe que no recibo bien la señal, así que actúa con cuidado. Hay que recuperar sincronía y la conexión. Me mueve, me gira, me mira, la miro, la giro, sintonizo, pido asilo en una onda (tan perdida como yo), me lo concede y empiezo a enfocar. Todo vuelve a su lugar. Ahora sí. ¡Puedo ver, puedo verme! Gracias doctora.
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Un abrazo
No sé por qué esto a mí me suena.