Me confiesa una amiga (Claudia Aldedillo), sin que yo se lo pida, que está como loca por estar como loca, pero que como no se aguanta (y apenas se sostiene) no termina de conectar con la locura que sabe que no tiene; pero intuye que posee. Adjunta en su discurso otra queja (todo esto, por cierto, narrado sin pausas): tras comerse un importante marrón en el curro, ha comido deprisa y a todo gas; se ha acordado de algo que no quería recordar; ha necesitado algo innecesario; y se ha puesto el tanga de su compañero de piso (Tomás por el día, Vanesa a partir de las 00 horas).
En mitad de un efímero silencio intento aprovechar el hueco para pirarme de la escena, pero la cabrona consigue atraparme con la fuerza que ejerce al aspirar una hache (casi invible, y no menos incauta). Atado por completo en su confesión, sigo escuchando... Ahora se reprocha a sí misma haber perdonado más de la cuenta y por ello haber perdido el crédito de lo perdonable que termina en imposible de asumir. Ella es su primera víctima. Castigada sin redención posible y yo condenado a la escucha.
Intento suicidarme, cancelarme, pero sus mensajes contradictorios y reenviados son más fuertes que mi desesperación por formatear el momento, así que sigo en activo. Ella insiste con sus autolatigazos: Quiero enloquecer, no merezco estar entre los cuerdos, quiero tropezar para caer del todo, abrirme la cabeza como un melón para que alguien me extraiga. Dar por sentado y meter la pata para no sacarla jamás. ¡¡Necesito terminar!! Pero sobre todo, y con esto te dejo en paz, quiero darme de baja del infinitivo empezar, para no seguir y dejar de continuar.
Dicho y hecho. Primero se ha callado y después se ha caído desde lo alto de su cabeza. Definitivamente yace en silencio sobre la única frase que no me ha dicho, lo único que no me ha confesado. No puedo leerla, pero no importa, me ha devuelto la hache que aspiró. Y ella sonríe en un estallido apagado de locura.
En mitad de un efímero silencio intento aprovechar el hueco para pirarme de la escena, pero la cabrona consigue atraparme con la fuerza que ejerce al aspirar una hache (casi invible, y no menos incauta). Atado por completo en su confesión, sigo escuchando... Ahora se reprocha a sí misma haber perdonado más de la cuenta y por ello haber perdido el crédito de lo perdonable que termina en imposible de asumir. Ella es su primera víctima. Castigada sin redención posible y yo condenado a la escucha.
Intento suicidarme, cancelarme, pero sus mensajes contradictorios y reenviados son más fuertes que mi desesperación por formatear el momento, así que sigo en activo. Ella insiste con sus autolatigazos: Quiero enloquecer, no merezco estar entre los cuerdos, quiero tropezar para caer del todo, abrirme la cabeza como un melón para que alguien me extraiga. Dar por sentado y meter la pata para no sacarla jamás. ¡¡Necesito terminar!! Pero sobre todo, y con esto te dejo en paz, quiero darme de baja del infinitivo empezar, para no seguir y dejar de continuar.
Dicho y hecho. Primero se ha callado y después se ha caído desde lo alto de su cabeza. Definitivamente yace en silencio sobre la única frase que no me ha dicho, lo único que no me ha confesado. No puedo leerla, pero no importa, me ha devuelto la hache que aspiró. Y ella sonríe en un estallido apagado de locura.
Comentarios
Así que hoy sin más florituras te comento que me ha gustado muchísimo.
Hay mucha creación.Hay sello.
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