En su sueño me decía que no le diera más vueltas. Y en el mío, la respondía que haría lo posible. Dos pesadillas más tarde nos encontrábamos en el banco de aquella orilla de agua insegura. Marga Errata y yo, Tomás R. Sistilo, nos conocimos en un cruce de sueños aquella noche del 82, en pleno mes de agosto. Yo soportaba las fiestas de mi barrio como podía y ella luchaba por salir de una condena familiar.
Chocamos en esa fase en la que el silencio reina por encima de imperios impuestos. Y nos sonamos en esa frase subordinada que ninguno de los dos pronunciamos. Ella llegó sofocada y yo, confundido. Nos sentamos en un banco, mitad piedra, mitad adobe. Era una noche cerrada sin estrellas ni estrellados (de eso yo sabía mucho), pero llena de tranquilidad. Nos pusimos a hablar de lo uno y de lo otro, pero sobre todo y ante todo, de lo nuestro. Sin intermediarios ni intérpretes de palabras (de esas que vuelan con el viento), sin explicaciones sobre nuestras procedencias. Era visible que cada uno llevaba tras de sí, no una maleta, sino decenas de estanterías llenas de conceptos dispuestos a ser recolocados. Fue un placer, porque jugábamos sólo a nuestro favor.
Ahí, en ese banco, frente a la orilla que iba y venía con agua dubitativa y sin ánimo de aceptarse como líquido, empezó nuestra relación. Ella en su cama y yo en mis cosas. Quedábamos sin compromiso como podíamos a través de siestas, cabezadas esporádicas o momentos en blanco. Y de vez en cuando en el sueño ajeno de alguien.
Y como vino esta historia, reconozco que se fue. Podría decir que Marga me dejó colgado, sujeto a un predicado con cara de pocos amigos. Pero no lo hizo, me estresé en el mes de marzo del noventaitantos y dejé de soñar. Como consecuencia me aboné a la vigilia involuntaria. El sofocado ahora era yo, y encima... sin banco en el que estrellarme junto a ella. No la escuché lo suficiente. Hoy no paro de pensar en mi Errata.
Chocamos en esa fase en la que el silencio reina por encima de imperios impuestos. Y nos sonamos en esa frase subordinada que ninguno de los dos pronunciamos. Ella llegó sofocada y yo, confundido. Nos sentamos en un banco, mitad piedra, mitad adobe. Era una noche cerrada sin estrellas ni estrellados (de eso yo sabía mucho), pero llena de tranquilidad. Nos pusimos a hablar de lo uno y de lo otro, pero sobre todo y ante todo, de lo nuestro. Sin intermediarios ni intérpretes de palabras (de esas que vuelan con el viento), sin explicaciones sobre nuestras procedencias. Era visible que cada uno llevaba tras de sí, no una maleta, sino decenas de estanterías llenas de conceptos dispuestos a ser recolocados. Fue un placer, porque jugábamos sólo a nuestro favor.
Ahí, en ese banco, frente a la orilla que iba y venía con agua dubitativa y sin ánimo de aceptarse como líquido, empezó nuestra relación. Ella en su cama y yo en mis cosas. Quedábamos sin compromiso como podíamos a través de siestas, cabezadas esporádicas o momentos en blanco. Y de vez en cuando en el sueño ajeno de alguien.
Y como vino esta historia, reconozco que se fue. Podría decir que Marga me dejó colgado, sujeto a un predicado con cara de pocos amigos. Pero no lo hizo, me estresé en el mes de marzo del noventaitantos y dejé de soñar. Como consecuencia me aboné a la vigilia involuntaria. El sofocado ahora era yo, y encima... sin banco en el que estrellarme junto a ella. No la escuché lo suficiente. Hoy no paro de pensar en mi Errata.
Comentarios
Es tan bonita esta historia que espero que algún día Tomás se permita soñar de nuevo para encontrársela otra vez y hablar brevemente de lo suyo. Mientras la marea sigue dudando.
Qué maravilla de post. Gran regalo al lector/a