Se dieron una oportunidad más, fue la última antes de entrar en el camino del odio eterno y mutuo. Para ponerla en marcha Raúl y Martín se jugaron un par de garbanzos al póquer y tres meloncetes al pilla pilla. Pero cada uno ganó su partida y disribuyeron el botín, después siguieron con su rencor. No había manera de mitigarlo, pero no querían tener la sensación de no haberlo intentado lo suficiente; la cosa era difícil, tirando a imposible del todo.
Diez años después coincidieron en una barra de bar (la de coral era cosa de cada uno). Llegaron desde caminos diferentes. Uno partía de una vida patética y otro lo hacía desde una patética década. Cada uno en un extremo de aquel tugurio; no se reconocieron hasta pasados 2 minutos y 15 segundos. Y cuando se vieron, ni se molestaron en hacerse los locos. Estaban tan hundidos que no había lugar para un disimulo decadente. Se abrazaron sin tapujos. El odio mutuo se había convertido en tabla de salvación en medio de un océano salvaje.
Desesperados por el desgaste del fracaso reiterado, habían coincidido en huír de sus propias casas y unificar oscuridad en una casa común, la de putas del Anselmo. ¡La casa de Dios! Entonaron con el primer brindis. ¡Amén! Para el segundo. Los dos habían perdido a sus Gildas particulares; ninguno había sabido manejar la vida; ambos habían saboreado el éxito, pero la mala gestión del mismo les llevó a endeudarse, incluso, con el Anselmo; ese viejo franquista con patrimonio putero.
Cada uno de ellos llevaba la mercancía de partida: los garbanzos y los meloncetes. Eran sus amarracos. Lo único que quedaba de una amistad de juventud decrépita. Raúl y Martín decidieron en común darse a la fuga y dejar una deuda más al franquista del Anselmo. Tenían 54 años recién cumplidos y una nueva oportunidad para intentar la salvación. Paseando por la Gran Vía madrileña se lo dijeron todo, con o sin acritud. Después la experiencia del mundo adulto y la ausencia de dignidad les impidió competir. Así que se relajaron y asumieron.
Y cuando llegaron a la altura de su escaparate favorito de Madrid, el de "los peluches", en el reflejo sólo figuraba Raúl Martín. Se miró durante un buen rato, intentando mirarse como si él fuera otro, no él. Y entonces lo consiguió. Después se echó la mano al bolsillo, rascó sus amarracos y, previo soplo de suicidio, decidió darse una nueva oportunidad.
---Continúa en Amarracos... Disperos por Gran Vía---
Comentarios
Me encantó.
Y aunque "no había lugar", he visto ese ''disimulo decadente'' perfectamente. Y me ha encantado ese soplo final tras una década patética.
Difícil no ser grp.
Gracias, Blanco y GRP!!