Lo más curioso de meterse en la reforma de tu casa es descubrir lo que aflora de entre las entrañas de los cimientos… e incluso de los escombros. Antes decides tirar cosas. Cuando parecía que no había más que tirar o ropa que donar, te encuentras con que, sin enterarte, has llenado 5 bolsones. Impresiona comprobar lo que somos capaces de almacenar por pena a enfrentarnos con la despedida de algo que en algún ocupó un lugar privilegiado en nuestra escala de cariños varios.
Empiezan a romper paredes, abrir agujeros, raspar suelos, quitar viejas ventanas, arrancar cables moribundos, agotar paciencias y chapucear un poco por aquí y otro poco por allá… Una canica, un papel, una factura, un post it con un número de móvil sin nombre, un bolígrafo entero, una llave condenada, un bombín abandonado, todo esto y más resurge con la catarsis de las obras.
Cuando ya está todo acabado, colocas las cosas de nuevo -previos días y horas tratando de arrancar el polvo adherido a cada superficie posible-, cuelgas los cuadros y de pronto: sorpresa, la canica rueda como loca por toda la casa, sin parar. Te atreves a alinear cuadros y descubres que la burbuja niveladora no coincide ni con la recta del techo y ni mucho menos con la del suelo. Pero te lanzas y lo cuelgas a ojo… haces tres, seis y hasta doce agujeros en la nueva pared pintada.
La canica sigue a lo suyo. El cuadro comienza a incorporarse a la asimetría impuesta por una arquitectura imperfecta. Un centímetro arriba por la derecha, medio a la izquierda, una alcayata por aquí, un taco desconchado por allá. La canica, a lo suyo. La cosa empieza a tener sentido… Al final, todo encaja, descansas y ves las líneas de otro modo. La canica descansa en un esquinazo; se ha visto frenada por un áspero rodapié.
Empiezan a romper paredes, abrir agujeros, raspar suelos, quitar viejas ventanas, arrancar cables moribundos, agotar paciencias y chapucear un poco por aquí y otro poco por allá… Una canica, un papel, una factura, un post it con un número de móvil sin nombre, un bolígrafo entero, una llave condenada, un bombín abandonado, todo esto y más resurge con la catarsis de las obras.
Cuando ya está todo acabado, colocas las cosas de nuevo -previos días y horas tratando de arrancar el polvo adherido a cada superficie posible-, cuelgas los cuadros y de pronto: sorpresa, la canica rueda como loca por toda la casa, sin parar. Te atreves a alinear cuadros y descubres que la burbuja niveladora no coincide ni con la recta del techo y ni mucho menos con la del suelo. Pero te lanzas y lo cuelgas a ojo… haces tres, seis y hasta doce agujeros en la nueva pared pintada.
La canica sigue a lo suyo. El cuadro comienza a incorporarse a la asimetría impuesta por una arquitectura imperfecta. Un centímetro arriba por la derecha, medio a la izquierda, una alcayata por aquí, un taco desconchado por allá. La canica, a lo suyo. La cosa empieza a tener sentido… Al final, todo encaja, descansas y ves las líneas de otro modo. La canica descansa en un esquinazo; se ha visto frenada por un áspero rodapié.
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