Ayer me crucé con otro tipo (más siniestro que Casimiro) que hablaba solo. El ritmo de su bastón (garrota más bien) marcaba el ritmo del monólogo, igual que el metrónomo guía las notas musicales. Hablaba de una traición, intentaba explicar por qué había sido tan cruel. No sé quién era el interlocutor, pero parecía comprensivo dentro de su cabeza.
Si me hubiera obedecido no le habría tenido que matar. La cosa se ponía siniestra. Se lo buscó, se lo buscó, se lo buscó. En ese momento decidí adelantarle; yo iba con mi perra y algunas ideas en la cabeza. Puede que no fuera lo mejor, pero no quedó otra. Ya estaba por delante de él cuando me giré para verle la cara... Se lo buscó, se lo buscó, se lo buscó.
No pude evitar sentir algo de congoja. Su cara era una película de Roger Corman inspirada por Edgar Allan Poe, The Fall of the House of Usher (La caída de la Casa Usher, 1960) por ejemplo. Levantaba una ceja temblorosa, como intentando soportar sobre ésta todo el peso de una frente profundamente arrugada que se le viene encima. Y al mismo tiempo, el ceño fruncido liberaba la carga de pena y arrpentimiento que llevaba adjunta.
Él seguía con su discurso y yo tratando de retener (sin éxito) sus palabras. De pronto, mi perra se paró en seco. Síntoma inequívoco de que se trataba de un argumento más sólido que el pis. Me tenía que haber obedecido, tuve que hacerlo, le disparé, le disparé, se lo buscó, se lo buscó... Y al tercer se lo buscó, llegó hasta mi perra y yo.
Parecía que iba a elevar la garrota y darme con ella. Pero no, se frenó en seco y me dijo: Todo fue un error, Néstor. Un tremendo error. Y se marchó. Después me alquilé El Péndulo de la muerte (Roger Corman, 1961) y empecé a escribir este post, así que... hasta aquí puedo leer.
Comentarios
Pero también pienso que hay gente que no se limita a una mirada de reojo y una auto-palmadita en el hombro: se acerca a ellos de una manera distinta, con argumentos sólidos que le permiten ver aquello que se sostiene con dolor sobre las cejas.
¡Muy bueno!