
Vivía en un barrio madrileño, pero un trozo de metralla cincelada en Israel rompió la ventana de su cuarto. Fue lo único que le sacó de su estado de un sobresalto. Se levantó para tapar el agujero y la hipoteca intentó estrangularle con sus propias manos. Casi se rompe los piños al caer sobre la factura de la luz. Se limpió el calcetín de esquirlas metálicas y se comió la mandarina pelada… seca por fuera, pero pasada por agua lacrimógena entre gajos.
Con una llave cualquiera abrió la carta y ésta se convirtió en una nube de polvo. Olía a tulipán con matices de carbón, esencia de romero, huevos de codorniz y un toque equilibrado de jengibre y arroz tostado. Aspiró todo, cogió la grabadora digital y empezó a recitar, palabra a palabra, coma por coma, el mensaje de Julio Alberto.
Lo hizo frente al espejo, en el cual no se reflejaba él, sino Leónido Rufián Cristiano (el antiguo inquilino de su piso). Debes salir del barrio y encontrar el aguacate de Alexa. No lo sembró por nada. Aquel hueso salió del fruto que comprasteis juntos en la frutería del Día, aquella mañana. ¡Debes salir del barrio, Tapujos, y recordar todo lo que ocurrió el mismo día por la tarde! Y como no superes el olvido, el calcetín que oprimía mi carta terminará por asfixiarte y ahogarte con sus extremidades por el cuello de tu estupidez conservadora.
Mientras compraba queso de cabra esta mañana, he visto a Alexa y Tapujos paseando por la acera, no iban cogidos de la mano. Llevaban demasiadas bolsas… Llenas todas de frutos secos, pilas alcalinas, DVDs, vino y agua dulce. En la esquina les observaba atentamente Casimiro, Martínez y Rubén el Mago. Martínez había ganado la apuesta. Marcelo me lo contó todo.
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